«...Porque, en rigor, las Ciudades mueren por factores interiores a ellas mismas. Los pueblos no mueren por conquista de un invasor: cuando un pueblo está en vigor y lozanía puede resistir la conquista por otro país, y acaba por expulsar a los invasores. La verdadera decadencia y muerte de un pueblo procede de su interna disolución. Esta crisis interior suele ser ocasionada por dos factores.
De un lado, por la deserción, la pereza y el conformismo de sus clases cultas, de los sabios de la Ciudad: cuando estas clases se duermen sobre su propia ciencia o su propia significación, cuando no ejercen una autoridad con sentido, entonces el orden, las creencias, la moralidad, la justicia y las leyes quedan indefensas; la Ciudad no progresa, antes se fosiliza, y el orden todo de venerable se torna farisaico.
En este momento surge otra clase de hombres: los revolucionarios —el «juglar de las ideas»—, que son los que no tienen nada que perder, los que tampoco aman las Leyes ni las creencias, los que no respetan los cimientos del orden ni los principios del bien y de la verdad. [...] Los sofistas atacan la verdad, los principios del bien y la misma existencia de la justicia. Su arma es siempre el eterno ¿Por qué no (cambiar lo establecido)?
Si no encuentran contradictores, hombres de fe, de verdadero saber, lo tienen todo ganado porque sus argumentos halagan las pasiones de los más, y parecen lógicamente válidos. La Ciudad muere entonces por disolución interior o por invasión enemiga, pero sólo cuando su espíritu interno ha desaparecido.»
Rafael Gambra, 'El silencio de Dios', cap. X